Tuesday, November 16, 2010

andare venire

andare venire


A penas moviendo los labios, Teresa cruzó dos palabras con el niño desdentado que asomara a la puerta de su local diciendo que deseaba recobrar una pelota de plástico. Lo miró recogerla, le dijo adiós con la mano y se desplazó con paciencia forzada hacia el extremo opuesto del mostrador, lejos de la entrada, mientras el rapaz desaparecía engulido por el claroscuro del atardecer. Sin embargo, un retortijón en el bajo vientre le recordó que en realidad aquel temblor era consecuencia de un miedo compulsivo ante lo que ela entendió como la mirada inquisitiva de sus clientes. su movimiento, a consecuencia de la respiración, despertaba una curiosidad sexual en quien la contemplara con esmero, mas al final, en el mejor de los casos, Teresa daba la impresión de ser una mujer misteriosa, confusa y por momentos fantasmal, dada la iluminación mortecina del comedor. -Coloca la mitad de los hombres en un extremo de la cale y en el otro a la mitad restante. Fue respondida con un par de sonrisas bobas que palpaban los contornos exuberantes de su cuerpo aprisionado dentro de una falda ceñida y una apretada camiseta con la imagen de Travolta bailando Twist, en el centro del pecho. -Gracias, mamacita, -dijo el achinado de cabeza rapada, sobre una sila apoyada a la sucia pared de quincha y con buena visibilidad de la trocha de lodo y charcos en la que jugaban dos niños coriendo tras una bola de plástico rojo. E l niño mocoso, al que le faltan dos dientes en una mandíbula con prognatismo dental, se aproxima a la parte trasera del pequeño restaurante donde ha ido a parar su pelota roja después de un corner mal ejecutado y luego tontea como buscando entre rumas de basura y cilindros de kerosén, hasta detenerse junto a una letrina hecha de cartón, calamina oxidada y cañas de bambú. En soterada voz, dice: “¡Mateo!… ¡Mateo!”, y luego murmura en quechua el mensaje recibido de la mujer que atiende el local en el frente, donde la gente come o toma café. L os dos hombres sentados a la mesa, cubiertos ambos con un poncho corto de color verde y de material impermeable, lucieron sus rostros jóvenes encandilados por ese cuerpo tentador que vivía en aquela larga y angosta vivienda hecha de quincha, hojas de plátano y calamina, en medio de las alturas de San Francisco. Al parecer de Teresa, ela había capturado la total atención de los dos hombres que a tientas buscaban sus tazas de café, sobre la pequeña mesa circular, sin perderla de vista. Avanza 10 o 12 metros y después de escarbar una buena cantidad de hojas húmedas, a medio podrir, extrae una pistola ametraladora que aparece cubierta de humus y una especie de diarea negruzca. La introduce dentro del arma hasta que escucha el clic que indica el enganche corecto, pero no jala el cerojo hacia atrás para armarla, porque recuerda que la USI es caprichosa y en esa posición se suele disparar por su cuenta. E l joven de espaldas a la pared, que observaba la puerta y la mujer con sus ojos de alcancía, inició un movimiento con el brazo izquierdo, debajo del poncho, que fue ostensible para su compañero y para la joven. El Gringo, que parecía haber interpretado la rápida reconfiguración de forma en el poncho de su amigo, palideció y sus ojos reflejaron una angustia que había sido frecuente en los últimos meses. Mas él está convencido de que tendrá tiempo de sobra para salir por la trastienda, con la Teresa, y luego corer por el descampado junto a la letrina, hasta legar al monte. Desde que vio la silueta del cholo pelucón dibujada en el marco de la puerta de entrada, supo que el individuo que venía por elos traía la metraleta, pegada al pecho y apuntando a su quijada, cubierta por su largo poncho. Podía intuir el cañón debajo de la tela teñida de colores vivos, hilada tal vez por mujeres sin dientes, tejida de repente por un viejo de la comunidad y de seguro impregnada con el olor fuerte que da la grasa de oveja mezclada con la tiera, las bolitas de caca de los carneros y el agua de la luvia; el rubor en sus mejilas, el calambre que sube por el esófago hasta legar a la garganta a fin de simular una repentina gana de lorar; milímetro a milímetro en el cambio de cada imagen, en un tiempo tal que le fue posible contar los velos en el brazo de la joven, demorándose para elo una eternidad entre pelo y pelo. Yo me acuerdo de la vez que en Ayacucho ela ingresó a un restaurante, donde yo me hacía pasar por mozo, se acercó a la mesa de un coronel y le alcanzó una palta muy grande, “verde clarito, de Chanchamayo, madurita, lista para comer, señor coronel”, le dijo y cuando el cholo estiró las dos manos para recibir la palta, con una sonrisa babosa el muy pendejo, la Teresa le encajó un tiro en la frente y gritó: “¡Viva el Presidente Gonzalo, viva el Partido Comunista, viva la revolución” y luego se esfumó a través de la cocina. En su cerebro, el Gringo imaginó la secuencia completa por venir: El aumento de volumen del bíceps cuando la joven estuviera empuñando su arma escondida debajo de la tabla que le servía de mostrador, la aparición del doble cañón para apuntarle al Chino. El fogonazo golpearía sus ojos, la explosión reventaría en sus oídos y en su nariz y en el paladar podría degustar el olor a pólvora quemada, ese sabor a cobre oxidado en el fondo de la lengua. Luego el humo, el silencio de muerte después de que la jerma hubiera matado al Chino, ya envuelto en el sabor salobre de su propia sangre. Todo debía ser nuevo, los políticos, los jueces, los profesores universitarios, los empresarios, los funcionarios públicos, los militares, todo aquel huevón con educación universitaria, todo aquel señorito que usara corbata, todos iban a ser pasados por las armas o en el mejor de los casos, reducados y al mencionar esta última palabra, se haló ocupando todo el ancho de la puerta. la ausencia de zapatos, las patas grandes, sucias, cuarteadas, mueles en su hermandad con el piso de tiera cochina, oscura de soportar tanta planta sudorosa, tanta sopa deramada, tanto café salpicado. Y justo en ese instante, el Chino principió a preocuparse de esa pelea interna en el individuo, como el movimiento del feto en la bariga de una mujer embarazada. Sabía que las insurgentes eran buenas en combate, que eran duras de matar, que daban tres pasos más que los hombres después de recibir un impacto de 9 milímetros en el pecho, bla-bla-bla, bla-bla-bla. El Chino creyó haber esperado varios meses alí sentado, tal vez muchos, buscando la mejor distancia entre la decisión de jalar el gatilo del cholo que venía por elos y la potencia de la Browning en su mano. Eso sí, tendría que disparar por encima del hombro del Gringo, justo al costado de la oreja de su compañero, pero es que tenía que impactar el pecho de aquel hombre que caminaba tan lento y que se hacía más blanco con cada paso que daba. En una milonésima de segundo, el Gringo decidió desenfundar y disparar, aún antes de que ela sacara el arma de su escondite debajo del mostrador. Su Browning 9 perforó uno de los erectos senos de la chica detrás del mostrador y la tumbó de espaldas. Ela, en un último intento por realizar su deseo y levantando los dos brazos con la escopeta de cañón corto entre elos, disparó los dos cartuchos para destrozar la cabeza del Chino con el primero y provocar un regadero de alcohol y vidrios que caía desde los anaqueles a su espalda con el segundo. El hombre del poncho se estreló contra el respaldar de la sila en que estaba sentado el Gringo y cayó de espaldas, hacia atrás. El Gringo iba a sentir por un par de horas, por lo menos, el sabor y el olor a coca y ron de quemar que le había dejado el difunto al estrelar la boca abierta contra su hombro, cuando perdía la vida. Tartamudeando, entre solozos y crujidos en su voz, le juraba a su compañero que había hecho lo mejor que pudo, que había quemado a la puta esa con las justas… Que le había disparado a la teta al mismo tiempo que él le disparaba el tercer tiro al indio boracho que le cayó en la espalda. Se choreó hasta el suelo, se dio la vuelta y golpeó el piso con la cara, produciendo en ese instante el sonido de un trapo mojado al estrelarse contra la tiera. El gringo le tocó el cuelo con dos dedos, buscó con insistencia por los latidos y percibió con angustia el cráneo fofo en la parte trasera, los grumos de cerebro salpicados en la pared y embarados entre sus dedos. Se recuperó con el tumulto y el griterío de su tropa que entraba al local preguntando por lo que había pasado y entonces tomó el comando de manera automática.
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